viernes, 29 de enero de 2016

La jubilada y el ladrón de móviles #HistoriasPoliciales

         Era una mañana bastante fresca de enero en Zaragoza, con un suave viento —que es lo mínimo que hace en esa ciudad sin que caiga la niebla cerrada—. Cerca de la Ronda de la Hispanidad, un lugar bastante poco transitado, caminaba una maestra jubilada, dando uno de sus habituales paseos que la llevaban hasta donde sus pies quisieran.
         Cuando alzó la vista, vio que salía humo de lo alto de un edificio. La chimenea estaba en llamas. Incrédula pero confiada, como siempre había sido, se vuelve hacia un chaval de veintipocos años, español, que la seguía a muy corta distancia.
         —Oye —le preguntó, con su soltura habitual— ¿no te parece que hay un incendio allí?
         El interpelado se sobresaltó un poco antes de recomponerse, pararse junto a la sexagenaria y mirar a donde le indicaba.
         —Bueno, parece que ya se está apagando, ¿no cree?
         La señora comprobó que, en efecto, el conato se extinguía por sí mismo. Tras unos pocos segundos, le dedicó una sonrisa apaciguadora al joven que, sin previo aviso, se aleja a la carrera. La jubilada se extrañó. Tan fea no era. ¿Quizá le olía mal el aliento? Justo entonces, ya a unos diez metros, reparó en que llevaba en la mano su móvil —el de ella, digo, que si fuera el de él poca alarma sería—. En una reacción muy típica de ella, en vez de quedarse bloqueada, antes siquiera de pensar lo que hacía, se lanzó a correr tras un muchacho al que triplicaba la edad.
         El ladronzuelo, sorprendido, apretó el paso y alargó la zancada. Para su sorpresa, no conseguía aumentar la distancia.
         —¡Eh! —le gritaba la mujer, sin aflojar la marcha — ¡Espera! ¡Que es mío! ¡Oye!
         Dessperado, decidió coger la calle Duquesa Villahermosa, que hace una cuesta más que notable, confiando en que su juventud le daría ventaja en tal situación. Craso error. No solo no conseguía despegarse, sino que hasta parecía que se acercaban. Y sin dejar de oír los ruegos:
         —¡Es que lo necesito! ¡No te vayas! ¡Mi teléfono! ¡Que no es tuyo!
         Asombrado por la situación, llegó a Vía Universitas, donde ya hay mayor presencia de ciudadanos, lo que hacía la inaudita persecución bastante más improbable de acabar con bien para él.
         —¡Chico! ¡No te vayas! ¡Oye! ¡Que de verdad, que lo necesito! ¡No me lo quites! ¡Espera! —continuaba, incansable, la dinámica jubilada.
         La primera persona que se cruzó de frente era una estudiante de unos dieciséis años.
         —¡Páralo! ¡Que me ha robado! —le rogó la mujer.
         Poco éxito. Asustada por el feroz aspecto del chorizo, se limitó a quedarse muy quietecita contra la pared, apretando contra su pecho la carpeta que llevaba en las manos.
         Había más peatones hacia delante, así que el buena pieza se sintió perdido y, vencido, arrojó el botín a un lado sin cejar nunca en su loco correr. Como suponía, la incesante perseguidora se detuvo a recuperarlo y así pudo por fin escapar.
         Supongo que todavía hoy se preguntará con qué especie de atleta se había topado. Pues tan solo era mi madre, que cuando se le mete algo entre ceja y ceja nunca hay manera de sacárselo de la cabeza. Aunque sea recuperar su teléfono.

         —Es que tenía muchas fotos dentro, hijo, y no las había pasado al ordenador —fue su explicación, como si fuera lo más normal del mundo...