miércoles, 24 de diciembre de 2014

El caso del homosexual por prudencia #historiaspoliciales


       El mundo del grooming es complejo y cruel. Algunas de las condenas más graves que hemos conseguido, de casi 200 años, pertenecen a ese tipo de delincuentes que casi nunca han llegado a tocar a su víctima de forma física, sin que eso sea obstáculo para arruinar la vida de cientos de chavales de ambos sexos.
         El caso de hoy es un tanto especial, aunque no el único, porque el autor era también menor de edad y engañaba a chavales no solo de su ciudad, sino de su propio colegio para que quedasen con él. Seguía un plan muy típico (y es que estos criminales no son nada originales): se hacía pasar por una moza de buen ver para convencer a su víctima para que quedase con él y entonces se revelaba la verdad. Lo normal en estos tipos es que recurran al chantaje remoto (“mándame más fotos”), pero éste llegaba un paso más allá. Además, era un experto en engañar… a todo el mundo, con apenas dieciséis años.
         El servicio para atraparlo empezó de la manera habitual: controlábamos el apartamento en el que residía junto a sus padres y detectamos que se abría la puerta a la hora cercana a la que debía irse al colegio… aunque no llegó a la calle. Los minutos pasaron y observamos como el resto de su familia iba abandonando el edificio, uno a uno. Solo podía quedar él. Un poco asustados, decidimos comprobar si había alguien en el interior. Nos dimos la sorpresa de que nadie contestaba: estaba vacío.
         —¿Por dónde ha pasado? —preguntó, algo ofendida, la directora del dispositivo—. ¡Estáis controlando todos los posibles caminos!
         —Por aquí, no, jefa —contestamos uno tras otro todos los puestos de espera, mientras nos mirábamos asombrados.
         El misterio se solucionó un poco más tarde, cuando un miembro del operativo, haciendo una batida por el garaje (a la desesperada…) se lo encontró saliendo del trastero, de vuelta a su casa.
La joyita de jovencito cada día hacía lo mismo: salía antes, se escondía en los sótanos y, cuando el piso estaba vacío, volvía a seguir disfrutando del ordenador a espaldas de sus progenitores que, para mayor escarnio, eran profesionales de la educación.
Encontramos imágenes que le mostraban teniendo relaciones sexuales con otros chicos de su entorno, que tuvimos que identificar y oír en declaración, sobre todo porque no parecían demasiado forzadas.
         —Vamos a ver —preguntábamos por enésima vez a una de las víctimas— ¿tú quedabas con él sabiendo que era un chico?
         La historia era tan estrambótica que nos costaba creerla.
         —No, al principio no. La sorpresa era cuando en vez de la guapa rubia de ojos azules estaba él, que lo conocía del Instituto…
         —¿Por qué no te ibas en ese momento?
         —Porque me enseñaba las conversaciones comprometidas que habíamos tenido y amenazaba con contárselas a todos si no tenía sexo con él…
         —¿Y es más grave el qué dirán que acostarte con alguien que te obliga a ello?
         —Miren… si éste, que es maricón reconocido, dice que yo también lo soy… se acabó: ninguna chica se me iba a acercar nunca más. Por eso accedía.
         —Es decir, que prefieres hacer actos homosexuales a que te llamen homosexual, ¿no?
         —Pueden ustedes decirlo así.
         Tuvimos que hacer una reunión para asegurarnos de que lo habíamos entendido. Como todos habíamos llegado a la misma conclusión, la arriba explicada. Pensamos que la víctima no regía muy bien… hasta que todos los demás chicos, incluyendo los que tenían novia, declararon exactamente lo mismo.

         Por si aquello no fue lo suficientemente raro, al más veterano del dispositivo le dio por usar el nombre en latín de la ciudad cada vez que llamamos al Colegio de Abogados y todavía no sabemos por qué… Al menos fue un desahogo jocoso a una situación tan tensa como inexplicable aunque ahora, unos cuantos años después, nos arranque una sonrisa lo surrealista de lo que pasó aquel día.

domingo, 7 de diciembre de 2014

A veces se trabaja con auténtica mierda #Historiaspoliciales

         Ya disculparéis que me ponga tan escatológico con el título, pero es que la ocasión lo requiere.
         Llevaba tan solo un par de años trabajando en la BIT cuando llegó un "envío especial". Algún iluminado, quizá no muy versado en los insondables misterios de la informática, había decidido imprimir y pegar en un álbum de fotos una notable cantidad de imágenes de abusos a menores que había descargado de Internet. Se ve que su obra no le había acabado de satisfacer (o bien le entró miedo al saber que era un delito, por más que le gustasen) y decidió deshacerse de él.
         Me lo imagino en casa, en gesto pensativo, golpeando con la yema de los dedos su incómoda colección y decidiendo que tirarlo, sin más, a la basura, podría causarle algún problema extra. Después se le debió ocurrir romperlo a trocitos. De esa forma se podría librar con mayor facilidad... a menos que diera con un basurero apasionado de los puzzles. Además, las hojas de un cuaderno para fotografía son duras de verdad. Necesitaría por lo menos unas tijeras de podar. Demasiado esfuerzo y el resultado no estaba asegurado. ¡Había que pensar algo más!
         Al fin, se le encendió la lucecita. ¿Y si lo tiraba a la balsa de purines del pueblo? ¡Nadie en su sano juicio iba a revolver en mierda fermentada de gorrino! Así que, satisfecho con su brillante idea, realizó el paseo, el afortunado lanzamiento (ptchof) y volvió a hundirse en el anonimato del que jamás saldría. Y ya, ¿no?
         Pues no, claro. Algunos días después, unos empleados de la granja porcina viejo que algo blanco flotaba entre las deyecciones. A medias preocupados por la improbable posibilidad de que alguien hubiera caído y muy intrigados en general, decidieron utilizar los ganchos con mango largo que se tienen para esos propósitos. No quiero saber cómo hicieron para hojearlo, descubrir lo que era y, asustados, empaquetarlo bien empaquetadito y remitirlo a la Brigada.
         Unos días después, el bulto estaba delante de mi mesa, ya despidiendo un cierto tufillo a pesar de las capas de aislante.
         —¿Qué es esto? —le pregunté a mi jefe.
         —Lo han mandado de una granja de cerdos.
         —Me da que embutidos no es...
         —Dicen que es pornografía infantil que han encontrado impresa. Échale un ojo por si fuera de producción.
         Así que, tijeras y cúter en mano me puse a abrir el regalo... hasta que la perfumada realidad se abrió paso.
         —Jefe, que esto es mierda...
         —Sí, nuestro trabajo suele serlo... ¡por Dios! ¿A qué huele?
         —Pues eso, que es mierda, literal. De cerdo. Y fermentada. Las imágenes no las he repasado en profundidad —y con guantes de látex—, pero las que he visto son descargadas. Nada nuevo.
         —¡Saca esto de aquí, que contaminas el edificio entero!
         —¿A dónde?
         Nos miramos los dos. Nos miramos, de hecho, toda la sección.
         —¿A la basura? —propuso una.
         —Claro, para que la vea alguien y lo vuelva a mandar aquí —respondió otro.
         —Pues la destructora de documentos queda descartada. O eso, o la tiramos después —añadió un tercero.
         Solo había una forma útil de acabar con ello y me llevaba rondando la cabeza un ratito:
         —¿Y si la quemamos? ¡De las cenizas no se recupera nada!
         Un murmullo de asentimiento general y luego la pregunta inevitable:
         —¿Dónde?
         —Dentro del edificio descartado. Además —miramos el paquete con disgusto—, habrá que hacerlo rápido.
         —¿Dónde hay un bidón metálico cuando se le necesita? —se quejó un compañero.
         —A grandes males, grandes remedios —continué—. La entrada al edificio es de cemento. Lo hacemos en el suelo y luego barremos los restos. Asunto solucionado.
         —Vale, pero te encargas tú —me ordenó en inspector.
         —¡Sin problema!
         Así que para allí fui, con algunas tiras de papel de la picadora de papel y un mechero... Mi primer miedo fue que no prendiera, pero mi experiencia rural y de campamentos me había enseñado lo suficiente: si algo ha de quemarse, lo haría... Y así fue, con una pequeña pega: lo hacía muy despacio. Cada persona que entraba o salía se me quedaba mirando. Algunos alucinaban más, otros menos.
         —¡Que no te vean las de la limpieza! —me advirtió un subinspector con barbas que yo no conocía.
         —Existen destructoras de documentos —le comentó a su acompañante un señor que bigote con cara de mandamás, con toda la intención de que yo lo oyese.
         Pensé contestarle algo, aunque finalmente se impuso la prudencia.
         El tiempo pasaba y aquello no avanzaba. Después de media hora salió otro policía de la brigada a interesarse.
         —Aquí seguimos —le comenté—. Se va quemando, pero va para largo.
         Suspiró y se marchó hacia el contenedor de basura más cercano. Ahí encontró un palo largo y resistente y volvió resuelto. Separó las enmerdadas hojas y, con el aporte extra de oxígeno al interior, en menos de cinco minutos todo había acabado. Luego, con escoba, badil y una bolsa de plástico intentamos dejarlo lo más decente posible...
         Si bien las limpiadoras nunca nos abroncaron, aún hoy, si te fijas, a la derecha de la puerta del edificio en que estábamos, se ve un cerco en el suelo algo más ennegrecido.

         Conseguimos solucionar un problema inminente y acuciante (hasta de salud pública, si me apuras) con nuestros propios recursos y de forma eficaz. Eso también es parte del trabajo, de ser policía.